Drácula: A Love Tale (2025)
El Romance Gótico de Luc Besson
La Propuesta Estética: Pintura Flamenca y Opulencia Histórica
La visión estética de Luc Besson para «Dracula: A Love Tale» se inspira deliberadamente en la pintura flamenca y la técnica pictórica del claroscuro, decisión que el director y el cinematógrafo Colin Wandersman tomaron desde la preproducción. Esta elección separa inmediatamente esta producción de las adaptaciones previas del mito vampírico, especialmente del barroco operático de Coppola.
Los vestuarios fueron diseñados por Corinne Bruand, basados en arte conceptual de Patrice Garcia y del propio Luc Besson, creando en total 550 trajes para la película. Esta opulencia no es meramente decorativa; constituye un universo táctil donde cada textura, cada corset, cada capa comunica el peso de cuatro siglos de existencia. La armadura de Drácula fue elaborada por el artesano Terry English, conocido por su trabajo en «The Messenger: The Story of Joan of Arc» de Besson y especialmente por haber construido los trajes de las criaturas para «Alien» de Ridley Scott.
Besson explica que trabajó con English más de 20 años después de «Joan of Arc», inspirándose en armaduras reales de la época pero llevándolas al límite de la fantasía, como el yelmo con forma de cabeza de dragón que hace referencia al significado de «Dracul» en rumano. Esta atención al detalle histórico con licencias fantásticas define toda la estética del filme.
El maquillaje representa quizás el logro técnico más impresionante. El departamento de maquillaje, supervisado por Julia Floch, Jean-Christophe Spadaccini y Denis Gastou, involucró a 28 personas y casi 200 prótesis, con el maquillaje de Drácula anciano requiriendo entre seis y siete horas de preparación diaria. Esta decisión de mostrar al vampiro como un ser de 400 años —decadente, corrupto, pero no romantizado— marca una ruptura con la tradición de vampiros sensuales perpetuada por Hollywood.
El castillo de Drácula ocupa 4,000 metros cuadrados e incluye una capilla en ruinas, el dormitorio del vampiro con una cama de cuatro postes tallada con motivos de dragones y cubierta de rosas, un majestuoso vestíbulo de entrada con doble escalera, y un magnífico salón de banquetes. El escenario del souk de Bagdad fue creado utilizando 1,500,000 pétalos meticulosamente preparados por el equipo de rodaje. Esta dedicación artesanal evidencia el compromiso de Besson con la materialidad del mundo gótico.

La fotografía abraza tonos fríos, azules profundos y grises que contrastan ocasionalmente con explosiones de calidez, creando un mundo donde el calor emocional se convierte en un bien escaso y precioso. Esta restricción cromática no es arbitraria: visualiza la frialdad existencial de la inmortalidad, donde los colores de la vida se han drenado tras siglos de no-muerte.
La Narrativa del Erotismo Revisitado: Deseo Como Maldición
Besson reconoce abiertamente que «no es fanático de las películas de horror ni de Drácula», y que su interés era contar «una historia de amor trágico-romántica más que una película de terror». Esta declaración define todo el enfoque erótico del filme. Donde Coppola celebraba la sexualidad vampírica con exceso operático, recordemos las Novias de Drácula en su castillo, la transformación de Lucy en depredadora sensual, Besson la presenta como patología romántica.
El príncipe Vladimir de Valaquia renuncia a Dios y se convierte en Drácula tras la muerte de su esposa Elisabeta durante una batalla con los otomanos, intentando durante siglos rastrear la reencarnación de su esposa, creando agentes vampíricos para asistir en su búsqueda y desarrollando un perfume diseñado para atraer mujeres hacia él. Este perfume funciona como metáfora inquietante sobre manipulación y ausencia de agencia femenina. No estamos ante seducción sino ante acoso elevado a dimensión metafísica.
Besson afirma: «Es un enfoque totalmente romántico. Hay un lado romántico en el libro de Bram Stoker que no ha sido explorado tanto. Es una historia de amor sobre un hombre que espera 400 años por la reencarnación de su esposa. Ese es el verdadero corazón de la historia, esperar una eternidad por el regreso del amor».
Esta revisión del erotismo vampírico llega en un momento cultural específico: post-#MeToo, post-Twilight, en una era donde las narrativas románticas que glorifican la obsesión están siendo justificadamente cuestionadas. La película presenta a Drácula no como una figura hedonística sino como «un alma de 400 años consumida por el dolor y el amor eterno», lo cual genera una tensión ética:
¿invita a empatizar con un stalker inmortal o expone la toxicidad inherente en fantasías románticas de «amor eterno»?
La ausencia del erotismo explícito que caracterizó versiones anteriores es notable. Jones explica: «Usualmente te quitan al monstruo. Este te da al monstruo», sugiriendo una interpretación que abraza lo monstruoso en lugar de glamorizarlo. Besson parece estar desestructurando el «vampiro sexy» que ha dominado la cultura pop, recordándonos que los vampiros son, fundamentalmente, depredadores que se alimentan de los vivos.
¿Era Necesaria Esta Película? El Fantasma de Coppola

La pregunta resuena insistentemente: ¿necesitábamos otra adaptación de Drácula apenas 33 años después de la versión de Coppola? La comparación es inevitable porque ambas versiones comparten el elemento de la historia de amor obsesiva que atraviesa siglos, con el vampiro viendo a la protagonista como la reencarnación de su esposa perdida Elisabeta, un elemento que no existe en la novela original de Stoker sino que fue invención de Coppola y el guionista James V. Hart.
Besson no solo está adaptando a Stoker; está dialogando directamente con Coppola, tomando prestado su estructura romántica pero rechazando su estética. Donde Coppola creó una sinfonía visual influenciada por el cine silente y la estética del manga japonés (recordemos esas sombras expresionistas, esa sangre roja carmesí) Besson opta por sobriedad flamenca y realismo histórico.
El salón de banquetes de Drácula presenta una serie de retratos ancestrales que, al inspeccionarlos de cerca, resultan ser Dráculas cinematográficos previos interpretados por Luke Evans, Brad Pitt, Gary Oldman, Christopher Lee y Max Schreck. Este guiño meta-cinematográfico reconoce el peso de la tradición mientras intenta forjar su propia identidad.
Besson afirma que su fascinación con el proyecto no surgió de la historia de Drácula sino del actor Jones, con quien trabajó en «Dogman» (2023), queriendo trabajar con él nuevamente y pensando en qué roles serían adecuados para él, decidiendo finalmente en Drácula. Esta es una justificación curiosa: hacer una película icónica porque un actor inspiró al director, no porque tuviera algo nuevo que decir sobre el material.
La necesidad de la película, entonces, no es narrativa sino interpretativa y estilística. Si Coppola redefinió a Drácula para los 90 (una era de exceso, la pandemia del SIDA como subtexto, romance gótico reimaginado) Besson intenta redefinirlo para los 2020: una era de salud mental precaria, masculinidad en crisis, y cuestionamiento de narrativas románticas tóxicas. Sin embargo, su visión no termina de comprometerse plenamente con esta deconstrucción crítica.
La Comparación con Nosferatu (2024): Dos Caras del Mismo Monstruo
La proximidad temporal entre el «Nosferatu» de Robert Eggers (diciembre 2024) y el «Dracula» de Besson (julio 2025) invita a comparación inevitable. Ambos directores comparten fascinación por autenticidad histórica y rechazo del horror contemporáneo de sustos baratos, pero sus enfoques divergen significativamente.
Eggers crea terror psicológico y atmósferas inquietantes, priorizando el horror corporal sobre el romanticismo. Su Conde Orlok es una figura de pesadilla, diseñada para repeler más que seducir. Besson, por contraste, nunca abandona completamente la lente romántica. Su filme es «primero y principalmente un festín para los ojos» con «diseño de vestuario y producción lujosos que transportan a la audiencia con autenticidad y opulencia gótica». Donde Eggers busca perturbar, Besson busca embellecer (incluso en la decadencia).
La recepción crítica revela esta diferencia: el Nosferatu de Eggers fue celebrado como una maravilla visual gótica con aproximadamente 85% de aprobación, mientras el Drácula de Besson tiene un 6.2 en IMDb y críticas mixtas, elogiado por su espectáculo pero cuestionado por su sustancia.
Ambos filmes enfrentan la misma pregunta fundamental: ¿qué justifica recontar esta historia centenaria? Eggers logra inmersión total en la mentalidad de época, mientras Besson, más autoconsciente, nunca consigue que olvidemos estar viendo una recreación 2025 de eventos del siglo XV. Besson admite: «No es cuestión de si es americano o francés, se trata de ser exigente. He estado viendo muchas películas chinas. Son igualmente exigentes en términos de escenarios y vestuario», revelando su enfoque centrado en valores de producción sobre innovación narrativa.
Caleb Landry Jones: El Vampiro Como Performance Extrema
El elemento más universalmente elogiado de la película de Besson es la actuación de Jones. Su interpretación de «un alma de 400 años consumida por el dolor y el amor eterno es tanto inquietante como profundamente humana». Jones se vuelve irreconocible después de cuatro horas de maquillaje, su ya alta estatura aumentada por zapatos de plataforma, dominando a Besson, el elenco y el equipo.
Jones permanece en personaje con un grueso acento transilvano incluso fuera de cámara, diciendo «¿Cómo estás?» y comentando sobre su apariencia: «Ellos hicieron increíble… este hombre aquí atrás, él hace todo». Esta dedicación método muestra el compromiso total del actor con la transformación física y psicológica.
Jones habla de experimentar diferentes siglos de vestuario, desde el XV hasta el XVIII, comentando sobre ver Versalles con todos vestidos con pelucas empolvadas: «Es realmente algo ver la línea temporal trazada del 15 al 18. Estoy muy feliz de vivir en el tiempo en que vivo ahora». Esta inmersión histórica profunda le permite explorar cómo la maldición congela emocionalmente pero degrada físicamente.

Jones aporta una cualidad de fragilidad nerviosa a Drácula que lo distingue de interpretaciones previas. No posee la presencia aristocrática de Bela Lugosi, ni el magnetismo seductor de Frank Langella, ni la versatilidad shakesperiana de Oldman. En cambio, ofrece un vampiro que parece genuinamente enfermo —no solo físicamente sino psicológicamente. Su «Drácula viejo es espeluznante y compuesto, mientras la angustia de su yo más joven es palpable».
Sin embargo, los personajes secundarios «se sienten subdesarrollados, sirviendo más como dispositivos de trama que individuos completamente desarrollados», incluyendo el Sacerdote de Christoph Waltz. La película se vuelve tan centrada en Jones/Drácula que otros personajes existen solo en relación a él, repitiendo el problema estructural de muchas adaptaciones vampíricas donde el monstruo eclipsa totalmente a los humanos.
Danny Elfman y la Dimensión Musical
La composición de Danny Elfman presenta tres temas principales: uno romántico para el amor perdido, otro para la secuencia de baile, y un tercero para capturar la naturaleza guerrera y vampírica de Drácula. Esta estructura tripartita refleja las múltiples facetas del personaje: amante, cortesano y monstruo.
Besson revela que Billie Eilish inspiró el tono del filme, una influencia sorprendente que sugiere un enfoque hacia la melancolía contemporánea y la vulnerabilidad oscura que caracteriza el trabajo de la cantante. Esta conexión con la sensibilidad millennial/Gen-Z podría explicar el intento de Besson de hacer a Drácula relevante para audiencias jóvenes que crecieron con vampiros angustiados como los de «Twilight» y «The Vampire Diaries».
La música de Elfman, grabada con la Orquesta y Coro de Budapest, aporta dimensión operática sin caer en la grandilocuencia excesiva. Su trabajo previo en películas de Tim Burton —especialmente en temas de outsiders oscuros y románticos— lo convierte en elección ideal para una historia sobre amor imposible y aislamiento eterno.
La Belleza Melancólica en el Siglo XXI
«Dracula: A Love Tale» existe en un espacio liminal incómodo: demasiado romántico para ser verdadero horror, demasiado oscuro para ser romance puro, demasiado similar a Coppola para sentirse completamente original, pero suficientemente distinto para justificar parcialmente su existencia. Es «visualmente magnífico si ocasionalmente excesivo», hermoso a la vista pero temáticamente inseguro sobre si celebra o critica el amor obsesivo que retrata.
La comparación con Nosferatu de Eggers es reveladora: donde Eggers sabe exactamente qué película está haciendo (una inmersión total en horror gótico psicosexual) Besson parece estar haciendo tres películas simultáneamente: un showcase para su actor favorito, una meditación sobre amor obsesivo, y un ejercicio de diseño de producción suntuoso. El resultado es técnicamente impecable pero emocionalmente difuso.
Un crítico observa: «Se necesita verdadero coraje para abordar al anti-héroe más filmado de Bram Stoker en 2025. Primero, el rol ya ha sido inmortalizado por todos desde Bela Lugosi hasta Gary Oldman, así que las comparaciones son salvajes. Segundo, el horror gótico está a millas del patio de juegos habitual de Luc Besson».
La pregunta sobre si era necesaria esta película después de Coppola se responde quizás así: no era necesaria, pero tampoco indeseada. El cine permite reinterpretaciones perpetuas de mitos fundacionales, y cada era merece su propio vampiro. Si el Drácula de Lugosi reflejaba ansiedades de inmigración de los años 30, y el de Oldman canalizaba el exceso y el miedo al SIDA de los 90, el de Jones quizás refleja nuestra era de salud mental precaria, masculinidad en crisis, y cuestionamiento de narrativas románticas tóxicas.
Lo que falta (y lo que hace que el Nosferatu de Eggers se sienta más urgente) es una visión audaz y comprometida. Aun así, en una era donde el horror corporativo depende de franchises y jumpscares, cualquier intento de crear terror gótico suntuoso merece reconocimiento. Esta atención al detalle en todos los departamentos produce una experiencia cinematográfica que, si no es esencial, es al menos memorable en su belleza melancólica.
Quizás la verdadera contribución de Besson no es narrativa sino artesanal: un recordatorio de que el cine puede ser pintura en movimiento, que 550 trajes hechos a mano importan, que cuatro horas de maquillaje diario pueden transformar a un actor en monstruo. En tiempos de efectos digitales omnipresentes, esta devoción a la materialidad física —prótesis reales, armaduras forjadas, pétalos auténticos— se convierte en acto de resistencia estética.
El Drácula de Besson puede no ser definitivo, pero es un recordatorio hermoso y obsesivo de que algunos monstruos nunca mueren; simplemente esperan a ser redescubiertos por nuevas generaciones, con nuevas obsesiones, en nuevos lenguajes visuales que reflejan los miedos y deseos de su tiempo.
«Porque el mejor cine siempre es una conversación tras los créditos, una copa de vino o un café con que pecado sigues el diálogo”
Miquel Claudì-Lopez
Comunicador Audiovisual
Periodista
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