TINIEBLAS de Carlos Moriana y Raúl Cerezo
Entre las luces y la sombras Cortazarianas
El cine y la literatura fantástica comparten una inquietud persistente: la duda sobre la realidad. Desde las páginas de La noche boca arriba (1956), Julio Cortázar invitó al lector a desconfiar de la solidez de la vigilia, al revelar que el sueño puede ser la auténtica realidad y lo cotidiano apenas un espejismo. Décadas más tarde, el cortometraje Tinieblas (2025), dirigido por Carlos Moriana y Raúl Cerezo, retoma ese gesto de desestabilización, pero lo traslada al ámbito del terror y de la memoria familiar.
En ambos textos, uno literario, otro audiovisual, se plantea una tensión entre lo visible y lo latente, entre lo racional y lo subconsciente, entre el presente y un pasado que se niega a quedar sepultado. Tinieblas y La noche boca arriba dialogan, cada uno desde su lenguaje, en torno a la misma pregunta: ¿Qué ocurre cuando la percepción se fractura y descubrimos que lo que creíamos percibir es, en realidad, lo que vivimos?
Tanto Cortázar como Moriana y Cerezo utilizan la ambigüedad de lo real para explorar un territorio común: la memoria como espacio de lo siniestro. Si en Cortázar la pesadilla precolombina irrumpe en la modernidad para revelar la fragilidad del sujeto racional, en Tinieblas el pasado familiar emerge desde la casa, la enfermedad y el recuerdo, para poner en crisis la identidad de la protagonista. En ambos casos, la oscuridad no es sólo visual, sino existencial: un descenso hacia el inconsciente.

El cortometraje Tinieblas inicia con una imagen cotidiana: una joven que regresa a la casa de sus abuelos tras el ingreso de la abuela en un centro médico. Sin embargo, esa cotidianidad se erosiona pronto. Los creadores de Mimo, expertos en el manejo del cine de género, construyen la tensión mediante detalles mínimos: el sonido del reloj, la penumbra del pasillo, el desorden sutil de los objetos familiares. La casa, centro de la memoria afectiva, se convierte en un espacio ambiguo, casi vivo, donde lo doméstico se torna amenazante.
En este sentido, Tinieblas reformula una imagen clásica del terror psicológico: lo conocido que se vuelve ajeno. La “casa”, símbolo del refugio y de la identidad familiar, se transforma en una metáfora de la mente: un lugar lleno de habitaciones cerradas, desvanes olvidados y voces que regresan. Este espacio es el equivalente moderno de la selva que aparece en La noche boca arriba: ambos funcionan como dominios del inconsciente, zonas donde las leyes del tiempo y de la razón dejan de aplicarse.
En el cuento de Cortázar, el protagonista, un motociclista moderno, sufre un accidente y despierta en un hospital. Todo parece normal, pero a medida que el relato avanza, se alternan escenas en las que el hombre se ve convertido en un indígena moteca perseguido para ser sacrificado. El lector, como el personaje, cree asistir a una pesadilla, hasta que el giro final revela que la vigilia era el sueño, y la pesadilla la realidad. Lo cotidiano se revela ilusorio; lo ancestral, verdadero. En Tinieblas, la operación es similar: el espacio familiar se abre como una grieta donde irrumpe un pasado oculto, un trauma que reclama su lugar.
Uno de los rasgos más notables en ambas obras es la estrategia de alternancia perceptiva. Cortázar construye su relato mediante la oscilación entre dos mundos narrativos, sin marcadores explícitos de ruptura: un párrafo en la habitación del hospital se funde con otro en la selva. Este vaivén produce en el lector una sensación de vértigo: la duda constante sobre cuál de las dos realidades es la “verdadera”.
En Tinieblas, Moriana y Cerezo trasladan esa ambigüedad al lenguaje audiovisual: la protagonista vive una serie de confusiones sensoriales —ruidos inexplicables, visiones fugaces, diálogos incoherentes con la abuela— que ponen en duda la continuidad temporal. El montaje alterna planos de vigilia con flashes del pasado o de lo sobrenatural; la iluminación juega con el contraste entre zonas de luz y oscuridad, acentuando la idea de que la percepción es fragmentaria.

La demencia de la abuela funciona aquí como símbolo de esa fractura: su mente confunde épocas y personas, igual que el narrador de Cortázar confunde sueño y realidad. La enfermedad, como la herida del motociclista, abre una fisura por donde lo reprimido se filtra. En ambos casos, la fragilidad del cuerpo (la herida, la vejez) actúa como metáfora de la fragilidad de la conciencia.
Ambas narraciones comparten, en definitiva, una estructura de espejo: un mundo visible y otro latente que se reflejan hasta intercambiar lugares. Si Cortázar formula esta inversión mediante la escritura —el ritmo hipnótico y la alternancia narrativa—, Tinieblas la construye a través de la imagen y el sonido: la fotografía sombría, los pasillos interminables, los silencios rotos por ruidos inciertos.
El título mismo del corto es revelador: Tinieblas remite a una oscuridad no sólo física, sino moral y psicológica. En la tradición cristiana y romántica, la “tiniebla” es la ausencia de luz, pero también el espacio del misterio. En el cuento de Cortázar, la noche cumple esa misma función: es el ámbito del sacrificio, del sueño que se impone. En ambos, la oscuridad es el espacio donde la verdad se revela, aunque esa verdad sea insoportable.
El desenlace de La noche boca arriba es uno de los más célebres de la literatura latinoamericana: el protagonista descubre que el “sueño” moderno era una ilusión, y que su verdadera existencia transcurre en el mundo indígena. Ese giro ontológico redefine toda la narración y coloca al lector frente a una revelación perturbadora: la modernidad y la razón son apenas máscaras de un pasado sacrificial.
El cortometraje Tinieblas recurre a un mecanismo semejante. Sin necesidad de una explicitación verbal, la secuencia final sugiere que la protagonista ha sido absorbida por aquello que temía o negaba: el pasado familiar, el secreto oculto en la casa. La última imagen —una puerta que se cierra, un silencio que se prolonga— funciona como punto de condensación simbólica: el espectador comprende que lo que parecía irracional tal vez era la única verdad.
En ambos casos, el giro final no busca sorprender gratuitamente, sino expresar una tesis existencial: la realidad no es única ni estable; depende de la conciencia que la percibe. El miedo, el sueño, la enfermedad, la memoria son formas distintas de acceder a lo mismo: el abismo de lo real.
Otro punto de contacto fundamental entre ambas obras es el tratamiento del tiempo. Cortázar alterna épocas (siglo XX y tiempo precolombino) para demostrar que los límites cronológicos pueden disolverse en la conciencia. Tinieblas, por su parte, trabaja con un tiempo subjetivo: la repetición de gestos, sonidos y escenas genera la sensación de que el pasado retorna de forma cíclica.
Así como el moteca revive eternamente su persecución, la protagonista del corto parece condenada a revivir la historia familiar. La memoria no se presenta como archivo, sino como trauma: algo que insiste, que se reitera en los objetos y en los espacios. La casa, con su desván oscuro y sus retratos antiguos, es una alegoría de la mente que se resiste a recordar. En esa repetición reside el auténtico horror: no el susto, sino la certeza de que lo olvidado sigue vivo.

La noche boca arriba como Tinieblas plantean una misma inquietud: la imposibilidad de distinguir entre lo real y lo imaginario. A través de distintos lenguajes (la prosa literaria y la imagen cinematográfica), ambas obras revelan que la experiencia humana está atravesada por la ambigüedad, y que el pasado, ya sea histórico o personal, ejerce una fuerza que puede devorar la conciencia.
Cortázar lo hace confrontando la modernidad con el sacrificio ancestral; Moriana y Cerezo, enfrentando a una joven contemporánea con los fantasmas de su familia. Pero en los dos casos, el resultado es el mismo: la irrupción de las tinieblas, ese territorio donde la razón se apaga y la memoria se enciende.Podríamos decir, parafraseando a Cortázar, que la protagonista de Tinieblas, como el moteca, “no soñaba, sino que despertaba”. Y en ese despertar —doloroso, lúcido, imposible—, ambas obras nos recuerdan que las tinieblas no están afuera, sino dentro de nosotros.