Acompañar: el arte de transformar realidades (parte 1)

Acompañar: el arte de transformar realidades (parte 1)

Es un privilegio inaugurar mi colaboración en esta revista, un espacio que recoge voces comprometidas, relatos que inspiran y vidas que, aun en sus silencios, resuenan con fuerza. Soy Kalinda, abogada, docente universitaria y militante social en Uruguay, tierra de figuras como José “Pepe” Mujica, Luis Suárez y la incomparable Idea Vilariño, cuya obra ojalá algún día les atraviese como lo ha hecho conmigo.

Desde el otro lado del Atlántico, gracias a la tecnología y a este puente de palabras, comparto hoy una historia profundamente humana. En julio, mes de la afrodescendencia en Uruguay, elegí hablarles de Karla: una mujer afrodescendiente con discapacidad intelectual, cuya historia de resiliencia nos interpela y nos obliga a revisar nuestros modos de acompañar.

Hace casi una década, Karla llegó a un centro de atención gratuito donde yo colaboraba. Silenciosa, con la mirada baja, y acompañada por una funcionaria de salud, esperaba ser atendida. Lo que relató entonces me sigue sacudiendo y conmoviendo.

Karla, de unos treinta años, había vivido siempre con sus padres, quienes, con buenas intenciones, pero escasos recursos, no lograron que accediera a una educación básica. Nunca aprendió a leer ni escribir y vivía en una situación de alta dependencia. Tras la muerte de sus padres, quedó bajo la tutela informal de una mujer que llamaremos Bruna, quien les había prometido cuidarla.

Su día a día se circunscribía a tareas domésticas en la casa de Bruna, quien era además referente religiosa en la comunidad. Karla se vinculó afectivamente con el hijo de Bruna —un hombre mayor— creyendo haber encontrado el amor. Así inició su vida sexual. Pronto quedó embarazada, sin haber recibido control médico alguno.

Bruna le “explicó” que lo mejor para su hijo sería vivir con una “familia bien”, ya que Karla no podría ofrecerle lo mínimo necesario. Ella accedió, sin comprender del todo el alcance de esa decisión. El padre del niño, nunca volvió a verla. Y Bruna, argumentando los “gastos” que implicaba Karla, empezó a tomar préstamos que se descontaban de su pensión por discapacidad. Todo mientras Karla continuaba cocinando, limpiando, obedeciendo.

El nacimiento de ese hijo tan esperado por Karla marcó un antes y un después. A pesar del miedo, del dolor físico y de la incertidumbre, ella abrazó con ternura ese primer momento de maternidad. Nunca había recibido orientación sobre lo que implicaba un embarazo, ni había contado con controles médicos que garantizaran un parto seguro. Y, sin embargo, su instinto la sostuvo.

Los equipos del centro de salud, sensibilizados por su situación, ofrecieron el apoyo que hasta ese momento le había sido negado. Le enseñaron cómo colocarle la ropa al recién nacido, cómo amamantar, cómo sostenerlo con seguridad. En ese intercambio íntimo —entre cuerpo, palabra y afecto— se empezó a formar el lazo inquebrantable entre madre e hijo. Un vínculo que para Karla significaba mucho más que una responsabilidad: era la posibilidad de reivindicarse como sujeto de derecho.

Pero la escena se tensó. Bruna, presente en el establecimiento, le entregó dinero en efectivo y le indicó que tomara un taxi. Sin el bebé. Como si el vínculo gestado en esas horas pudiera quebrarse con una transacción. Karla se resistió, sin comprender del todo el marco institucional que empezaba a intervenir en su decisión. Lo único que sabía es que no quería irse sin su hijo. Y que ese “trato” jamás fue acordado por ella en libertad.

En esa confrontación emergieron otras voces. Pacientes, médicos, enfermeros y otras pacientes que habían presenciado el parto y el momento posterior se movilizaron. Redactaron una carta, firmada por varios testigos, donde expresaban que Karla, con todo lo que había atravesado, era igual de capaz de amar y cuidar a su hijo como cualquier otra mujer allí presente. Esa carta buscaba sostener un derecho, pero no encontró eco institucional. No bastaba con la voluntad popular o la empatía de los profesionales. Era necesario activar otros dispositivos, más burocráticos, más formales.

Una funcionaria entendió entonces que había que dar un paso más. Que ese relato no podía quedar atrapado en un documento sin valor legal. Que lo que estaba en juego no era solo un caso puntual, sino un paradigma sobre qué cuerpos, qué maternidades y qué historias se consideran legítimas por parte del sistema. Acompañó a Karla a un espacio donde su voz pudiera ser escuchada con el peso que merecía.

 Y fue allí, en ese cruce de caminos entre el derecho, la maternidad, la discapacidad y la afrodescendencia, donde yo conocí a Karla. A partir de ese encuentro, comenzó una historia que aún se está escribiendo…

Les invito a leer cómo siguió esta historia, Durante el proceso de acompañamiento, fuimos construyendo lentamente un vínculo basado en la escucha. Era necesario reconstruir la confianza quebrada, validar sus experiencias y abrir espacio para que su palabra, tan silenciada, encontrara lugar. A través de los meses, Karla fue resignificando su historia. Pudo reconocer que lo que le había ocurrido no era «normal», que la ternura no se exige ni se negocia, y que ningún tipo de cuidado puede sostenerse sobre la base del sometimiento.

La tarea profesional exigía rigor, pero también una mirada compasiva que no infantilizara ni sobre protegiera, sino que promoviera autonomía, aún en sus márgenes más pequeños. Elaboramos informes, activamos redes de protección, y gestionamos apoyos para que Karla pudiera retomar, dentro de sus posibilidades, espacios de formación y recreación. La posibilidad de narrarse en sus propios términos fue el inicio de otra etapa.

En paralelo, el caso nos permitió visibilizar dinámicas que se repiten en muchas mujeres racializadas y con discapacidad en contextos de vulnerabilidad. La falta de acceso a la educación, a controles médicos oportunos, y a redes de apoyo fortalecidas, configura un terreno fértil para la explotación encubierta bajo formas de vínculo afectivo o religioso. Por eso, trabajar desde una perspectiva interseccional no es solo una opción metodológica, sino una responsabilidad ética.

Las preguntas que emergen son múltiples y punzantes: ¿cuántas otras Karlas hay invisibilizadas por prácticas que se disfrazan de cuidado? ¿Qué lugar ocupan las instituciones cuando el daño ocurre en espacios que deberían proteger? ¿Cómo repensamos el acompañamiento profesional sin reproducir paternalismos?  En su caso, la interseccionalidad no es un concepto teórico, sino una vivencia cotidiana que profundiza las desigualdades.

La afrodescendencia, la discapacidad, la pobreza, el género… cada dimensión, al cruzarse, tensiona las respuestas institucionales y los modos de intervenir. Pero también revela la potencia transformadora de un acompañamiento comprometido, capaz de tejer otras formas de existencia, más dignas, más libres…

 Esta historia se entrelaza con otras fechas significativas: el 30 de julio, Día Mundial contra la Trata de Personas, y el 25 de julio, Día Internacional de la Mujer Afrodescendiente. Nos recuerda que acompañar verdaderamente implica más que ofrecer cobijo: es reconocer la dignidad, potenciar las capacidades y garantizar que las decisiones se tomen desde el consentimiento informado y el respeto.

Acompañar, en definitiva, es un verbo que exige presencia, claridad y compromiso. Es parte del oficio de quienes trabajamos desde el humanismo, el emprendimiento social, y la defensa activa de las libertades.

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