Productividad por hora: ¿A qué precio?

¿Somos humanos que producen o personas que viven?

Vivimos tiempos en los que la palabra productividad se ha colado en nuestras conversaciones cotidianas con una naturalidad alarmante. Se mide el valor de una jornada por la cantidad de correos enviados, tareas resueltas o reuniones atendidas. Y, lo que es más grave, muchas personas han empezado a medirse a sí mismas bajo ese mismo criterio. Pero… ¿Qué precio estamos pagando por reducir nuestro valor a lo que producimos por hora?

Durante décadas, el modelo dominante ha sido claro: “tiempo es dinero”. Pero ese es un principio que puede aplicarse a las máquinas, no a las personas. El tiempo humano es otra cosa: es vida, es presencia, es posibilidad. Y sin embargo, seguimos aceptando marcos de evaluación que convierten nuestras jornadas en hojas de cálculo, nuestros esfuerzos en KPI, y nuestra identidad en métricas.

Cuando se habla de productividad por hora, se está asumiendo que el rendimiento humano es constante, lineal y cuantificable. Pero la vida real no funciona así. Hay días de inspiración y otros de silencio. Hay momentos donde una sola conversación transforma una semana, y otros donde diez horas de actividad intensa no dejan huella alguna. 

¡Lo humano no cabe en una métrica!

Más aún, esta lógica de hiperproductividad ha invadido no solo los entornos laborales, sino también la vida personal. Se glorifica la eficiencia incluso en el descanso, como si la lectura debiera servir para “ganar conocimiento útil” o el paseo para “activar la creatividad”. Se ha instrumentalizado el ocio, la amistad y hasta el sueño. Todo tiene que servir para algo. 

¿Y si no sirve? 

¿Ya no vale?

Esta trampa no es nueva, pero ha alcanzado nuevos niveles con la digitalización. El tiempo está cada vez más fraccionado, los dispositivos cada vez más invasivos y la presión por “aprovechar cada minuto” se ha convertido en una nueva forma de ansiedad disfrazada de compromiso. Muchas personas sienten culpa si no hacen nada. 

¿Cómo llegamos a creer que el descanso es una pérdida de tiempo?

En este punto, conviene hacerse una pregunta aún más profunda:


¿Desde cuándo el trabajo define el valor de una persona?

Las estructuras sociales nos han enseñado que ser productivos es sinónimo de ser valiosos. Pero la verdad es otra: no es el trabajo el que otorga dignidad a la persona. 

¡Es la persona quien dignifica el trabajo!

Un artesano dignifica su oficio con presencia y cuidado. Una docente transforma cada clase en un acto de siembra invisible. Un repartidor sostiene la rutina de miles con esfuerzo y responsabilidad. 

El valor no está en la función, sino en la humanidad que se pone en ella…

Por eso, cualquier lógica que mida a la persona únicamente por lo que produce no solo es reduccionista, sino también profundamente injusta. Ignora la riqueza de lo intangible, de lo invisible, de lo que no se puede medir: la empatía, la escucha, la resiliencia, la intuición, la ética, la generosidad, la creatividad. ¿Acaso todo eso no cuenta?

Y sin embargo, cada día hay miles de personas que sienten que su valor depende del número de horas que han facturado, de los objetivos alcanzados o de la visibilidad obtenida. Se desviven por rendir. Pero en esa carrera, muchos se van perdiendo: pierden su salud, pierden su tiempo, pierden su sentido. Se convierten en máquinas humanas

Eficientes, sí… 

Pero cada vez más vacías.

¡Hay otra forma de mirar y de vivir!

Una mirada que no pregunte “¿cuánto has producido hoy?”, sino “¿qué ha tenido sentido para ti hoy?”. 

Una cultura que no celebre la hiperactividad, sino la integridad. Una organización que no premie solo el resultado, sino también el modo en que se alcanza. 

Y una sociedad que no mida el éxito por lo visible, sino por lo verdaderamente valioso.

Eso implica revisar nuestras creencias sobre el tiempo, el trabajo y el propósito. Implica reconocer que el descanso no es pereza, que el silencio no es improductividad, que una conversación honesta puede valer más que un informe de veinte páginas. Implica humanizar nuestros criterios de valor.

No se trata de trabajar menos, necesariamente… 

Se trata de trabajar mejor… 

De trabajar con sentido… 

De elegir, siempre que sea posible, entornos donde el tiempo sea un espacio de desarrollo y no una celda de rendimiento. 

Dejar de preguntarnos “¿cuánto valgo?” y empezar a preguntarnos “¿cómo vivo?”.

Porque no somos humanos que producen.

Somos personas que viven.

Y vivir —en el sentido más pleno, más digno, más humano de la palabra—
es el acto más revolucionario en una era obsesionada con la eficiencia.

¿Qué venimos pensando?

En el artículo anterior, exploramos el delicado equilibrio entre éxito y fracaso, cuestionando si nuestras metas nos definen o nos esclavizan. Hoy hemos dado un paso más al poner en tela de juicio la obsesión por medir nuestro valor en términos de productividad por hora.

Si estas reflexiones resuenan contigo, quizás quieras acompañarnos también el próximo mes, cuando exploramos una pregunta igualmente urgente:

¿Cosificación de la persona?

Cómo, en muchos entornos, dejamos de ser sujetos para convertirnos en objetos: métricas, recursos, funciones, etiquetas. Porque cuando dejamos de mirar al otro como alguien y lo tratamos como algo, no solo perdemos humanidad… nos perdemos a nosotros mismos.

Un nuevo diálogo que apenas comienza.

Semper Fidelis,

Ber

Será un placer y un honor acompañarte a descubrir, entrenar y reforzar tus hábitos virtuosos en la Factoría del Hábito, o cualquiera de mis otros coloquios participativos, reflexivos y autoevaluativos, en vivo y en directo, de lunes a viernes. Más información por mensaje privado.

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