Es jueves 3 de octubre. 8.30h de la mañana. Aprovecho estos últimos momentos de silencio antes de la llegada de las familias. Levanto la mirada y observo cómo detrás de esas nubes mañaneras se atisban los primeros rayos de sol.
Acabo de llegar de mi paseo de inspiración de hoy. Así llamamos al recorrido matutino que hacemos pasando por donde en un ratito pasearemos con los niños y niñas que, por cierto, deben estar a punto de llegar.
Qué bonito este otoño recién llegado. Qué encantadores esos tonos ocres que empiezan a tomar protagonismo en los árboles, en la tierra y en el cielo.
Shhhh… Atenta… ahí está… ¿oyes el canto del carbonero? nos da los buenos días con su alegre gorjeo como cada mañana, y como cada día amenizará nuestro camino y nuestras clases. En homenaje a él, cambiaré la canción del “azul riachuelo” por la de “el canto de mis pájaros”. A los niños y a las niñas les encanta. Con baile incluido. Así, después del rondo de buenos días tendrán oportunidad de desperezarse.
La canción matutina bajo nuestra encina siempre les ayuda a activarse y a conectar con el entorno. Y con el grupo.
Después haremos la clase de hoy, que tiene como eje central los números y el concepto de inclusión. Aquí tengo preparado el saquito de cuero con las piedras. Luego crearán un número con los materiales que les guste del bosque. Crean verdaderas obras de arte con solo 4 añitos.
Al acabar la clase, cogeremos las mochilas y nos iremos dando un paseo hacia nuestro nido (nombre con el que bautizaron a uno de los lugares donde hacemos la parada para el desayuno ¡hasta hemos hecho un verdadero nido para sentarnos!). En el trayecto hacia el nido aprovecharemos para observar con cautela unas entradas de madriguera que he visto esta mañana; seguramente de un topo o ratón de campo. Podremos comentar quiénes son los mamíferos que creen que viven ahí, cómo creen que viven esos animalillos y de qué se alimentan. Después desayunaremos sentados y a continuación les contaré el cuento del tejón viajero. Les gustará mucho, y aprovecharemos para hablar de las diferentes culturas y de los medios de transporte que nos ayudan a viajar. El grupo de los mayores podría calcular cuántos días estiman que duraría el trayecto del viejo tejón por los cinco continentes. Marco es muy bueno con las estimaciones así que seguro que podrá hacer de maestro de sus compañeros. Sí, es una buena idea.
Y luego, empezará la auténtica clase. Aquella con la que más aprenden. Donde más interacciones deben llevar a cabo. Aquella donde más construcciones gramaticales deben utilizar. Donde más cálculos deben hacer. Aquella donde más habilidades sociales deben poner en práctica.
El juego libre.
La verdadera clase de aprendizaje de la vida.
Imitando cómo se hablan los adultos. Cómo opinan los médicos. Cómo viven los padres. Cómo actúan los vendedores. Siendo lo que ellos quieran ser.
Me siento a esperar a los padres y madres que ya van llegando.
“Hola, Jaime ¿cómo se encuentra hoy tu perrito?”
“Valeria ¡qué corte de pelo más moderno, me encanta!”
“¡Buenos días, Marina! ¡Qué suerte, hoy te acompaña el abuelo!”
…y así uno a uno, van llegando mis alumnas y mis alumnos.
Y así, poquito a poco, se va llenando la escuela. Una escuela muy especial. Una escuela muy querida. Una escuela admirada.
Una escuela… bosque.
Esta es una de las mañanas cualquiera en una de las muchas escuelas bosque (o escuelas en la naturaleza) de educación infantil que se distribuyen por todo el centro y norte de Europa. Y, poquito a poco, también empieza a aparecer tímidamente por nuestro país. En el norte, estas escuelas no destacan por extraordinarias. Pero sí por su encanto, por su funcionalidad y por sus resultados. Y no hablamos solo de resultados académicos. Hablamos de algo más trascendental, algo más profundo.
Aquí, en España, empezamos a oír hablar de ellas, pero aún lo hacemos con cierto recelo y algo de miedo. ¿Una escuela en el bosque? ¿Qué están, todo el día jugando? ¿No pueden hacerse daño? ¿Y si llueve? ¿Y si hace frío? ¿Y si hace demasiado calor? ¿Y si…?
Pero para cada pregunta (y para cada miedo) hay una respuesta. Una respuesta razonable. Una solución tan lógica que es la que nos mueve a las madres del mundo a abrigarles más cuando hace frío, a ponerles protección y gorra cuando hace calor, a jugar aprendiendo mientras los acompañamos, a aprender caminando mientras les explicamos, a enseñar sin necesidad de pupitres, ni sillas, ni fichas, …
¿y los peligros? !buff! no más que en una clase con sus estanterías, sus esquinas, sus enchufes, su espacio reducido y sus muebles, y no más que en el patio donde saltan, corren, se resbalan, se caen… y se levantan. Por suerte los niños y las niñas se levantan. Y no pasa nada. Bueno sí, que aprenden a vigilar y aprenden a prestar atención donde pisan (sobre todo si están al aire libre y el relieve es cambiante a cada rato). Su atención se desarrolla el doble. Su concentración se potencia al cien por cien cuando empiezan a subir por ese montículo, su curiosidad está continuamente estimulada, su oído aprende a distinguir cantos de aves, su olfato empieza a reconocer las estaciones del año y su tacto está en constante recepción de estímulos.
Aprendizaje con los cinco sentidos, que son los que tenemos. Y no solo la vista y el oído que parecen ser los protagonistas de nuestra sociedad y de nuestras escuelas.
Una verdadera enseñanza holística que abarca no solo contenido y procedimientos sino también, y sobre todo, valores y actitudes. El valor de la significancia y la pertenencia (las dos necesidades básicas que todo niño y niña deben tener cubiertas), el valor del compañerismo y el grupo, el valor de la observación y la curiosidad, el valor del respeto y el amor por lo que nos rodea y el valor de la imaginación y la creatividad. Cada uno de ellos claves para el sano desarrollo del niño y de la niña y más si hablamos de sus seis primeros años de vida. Cada uno de ellos claves en nuestra escuela. Una escuela rodeada de árboles, una escuela bajo las nubes del cielo. Una escuela sin paredes.
Una escuela en la naturaleza.