“MIMO”: LA PERVERSIDAD DEL JUEGO

“MIMO”: LA PERVERSIDAD DEL JUEGO

La habitación del juego constituye un espacio simbólico en el que la imaginación infantil se despliega libremente entre sus cuatro paredes. Es allí donde, en la soledad del cuarto, se comienza a forjar la personalidad del individuo, mediante un ejercicio de transformación que imita y reelabora aquello que el entorno cotidiano le ofrece. En ese recinto, se reproducen conductas, gestos y emociones: lo que divierte, lo que sorprende, lo que se admira y, en muchos casos, lo que genera temor, aunque estos procesos ocurran en un nivel inconsciente.

Mimo, el nuevo cortometraje dirigido por Raúl Cerezo y Carlos Moriana, aborda esta dimensión de lo cotidiano desde una perspectiva inquietante. El filme se aproxima a la perversidad latente en la rutina sin necesidad de caer en el exceso, valiéndose de un principio que ha acompañado históricamente al cine como forma artística: su capacidad para proyectar deseos, traumas y pulsiones reprimidas. Como señalara Slavoj Žižek, el cine es, por excelencia, un arte perverso, en tanto pone en imágenes el espacio interior de sus personajes, convirtiendo sus fantasías en representaciones visuales. En este sentido, Mimo se inscribe en una tradición estética que explora los vínculos entre el inconsciente y la narrativa audiovisual.

El cortometraje parte de una premisa simple, pero cargada de resonancias simbólicas, para construir una experiencia cinematográfica que remite directamente a El Semblante, anterior trabajo de los mismos realizadores. Su propuesta ratifica la idea de que el cine, como dispositivo, se alinea con la perversión no por morbo, sino por su facultad de fábula. Así, se convierte en un juego con la neurosis de sus protagonistas, en una indagación sobre emociones no confesadas que emergen, inevitablemente, a través del relato.

Desde esta perspectiva, Mimo articula una reflexión sobre la infancia y sus formas de percepción, situando la acción en un ámbito doméstico que el adulto ya no logra descifrar, debido a su autoexclusión emocional y cognitiva. Se sugiere, así, que tras la puerta cerrada de la habitación infantil ocurren procesos psíquicos complejos, que escapan a la mirada racional del mundo adulto. La obra recurre a un terror de corte clásico, emparentado con la tradición de Edgar Allan Poe, pero sobre todo con la mirada lúcida y perturbadora de Chicho Ibáñez Serrador, quien también supo revelar la oscuridad latente en la infancia dentro de contextos aparentemente inofensivos.

Uno de los aspectos más destacados del cortometraje es la sobriedad de su lenguaje cinematográfico. Lejos de apoyarse en efectos visuales explícitos o en sobresaltos previsibles, la narración se desarrolla con economía expresiva y rigor formal. El guion, estructurado con claridad en tres actos bien definidos, se complementa con una planificación y un montaje ejemplares, contenidos en un único espacio escénico. La fotografía contribuye significativamente al clima general de la obra: su calidez genera una sensación de inquietud sutil, propia de aquellos espacios en los que se intuye que algo está por acontecer.

La dirección actoral merece una mención especial, en particular en lo que respecta al trabajo con los actores infantiles, Leire Marín y Eduardo Aguilar. Ambos logran transmitir con precisión los arcos emocionales de sus personajes, estableciendo entre ellos una química escénica notable. Su interpretación añade profundidad y verosimilitud al relato, dotando de matices a una historia que, en manos menos sensibles, podría haber caído en el cliché.

Mimo se erige como una propuesta sólida dentro del panorama del cortometraje contemporáneo. Su exploración del juego, la infancia y la perversidad, desde una mirada cinematográfica depurada, confirma la solidez artística de sus realizadores y su capacidad para articular relatos que nos interpelan tanto en el plano emocional como en el simbólico.

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