«No me dejes ir. Yo tampoco sé cómo soltar.»
Hay una especie de amor que no se construye: se enciende como fuego, incendia.
No pregunta si estás lista. Solo aparece, se instala en tu cama, te besa con la boca herida y te lee poemas a media voz mientras el mundo arde afuera.
Él se vestía y me besaba.
A través del cristal, la ciudad iluminaba con su oscuridad, ¿realmente estaba brillando o solo se estaba quemando?, y yo me sentía como una hoja seca aferrándose a una rama demasiado frágil.
Nos enamoramos rápido, como si el reloj supiera que algo iba a explotar. Como si el tiempo supiera que no teníamos mucho.
Éramos dos personas rotas encontrando consuelo en el ruido del otro. Tal vez estábamos enfermos, pero del corazón.
De esa enfermedad que nadie ve, pero que te parte en dos cuando alguien te toca el alma.
Él escribía poemas con manos temblorosas, y yo los memorizaba como si pudieran salvarnos.
Tenía cicatrices en su mirada, y yo las miraba como quien intenta leer un mapa.
No supe nunca a dónde lo llevaban, pero sí que no quería que se fuera.

La vida se volvió humo. El cuarto, la calle, incluso nosotros.
Todo lo que no decíamos se acumulaba como ceniza en los rincones.
¿Alguna vez soñaste con volar?, me preguntó, con la voz rota, como si esa fantasía pudiera devolverle la paz de sí mismo.
Crecimos antes de tiempo. Aprendimos a sobrevivir antes que a amar.
Y, sin embargo, cuando sonreía, todo lo roto parecía menos importante.
Hasta que miraba su teléfono y dejaba de estar ahí.
Una noche me dijo en broma, mirando por la ventana:
—Si saltara… ¿Crees que flotaría en el viento con las hojas que están muriendo?
Yo no supe qué responder.
Porque en ese momento entendí que a veces las personas no quieren saltar… solo quieren que alguien las sujete fuerte.
El mundo se llenó de fuego y de noticias que nos quitaban el aire.
Apagamos la televisión, estábamos cansados, pero el ruido seguía.
Y una tarde, se lo llevo todo sin despedirse.
Desesperadamente pude decir:
«No me dejes ir.»
Y por dentro, gritar:
«Yo tampoco te quiero soltar.»
Y mientras escribía esto me preguntaba si es posible aferrarse a alguien que ya se ha ido, me di cuenta de algo: no todos los amores están destinados a durar. Algunos solo vienen a enseñarnos que incluso el fuego más salvaje puede dejar un poco de calor en el pecho… mucho después de apagarse.
Alina Judit Martínez