Nunca Jamás

A mí nunca me ocurre nada interesante. Nunca he avistado un ovni en el cielo. Mucho menos, se me ha aparecido un extraterrestre. Si acaso, algún pesaico de planeta Agostini en la puerta de casa, ofreciéndome una enciclopedia. Nunca, jamás, la virgen lloró frente a mí. Ni lágrimas ensangrentadas, ni transparentes, ni negras. Tampoco otro santo me guiñó un ojo en alguna gruta milagrosa. Ningún Jeque árabe golpeó mi coche y para no entretenerse, me extendió un cheque con ceros de más, a modo de disculpa. Jamás de los jamases, el rey Juan Carlos me socorrió en la autovia y me subió a su Harley. Mucha gente asegura que el monarca se pasea por toda España recogiendo a personas en apuros. Tampoco se me apareció la chica esa muerta de la curva, ésa que se le aparece a todo el mundo advirtiendo de la peligrosidad de la carretera. Nunca me tocó un sorteo en el centro comercial, ¡y mira que relleno boletos en los supermercados! Lo único que siempre me toca es guardar cola, ¡anda que sí! Cuando por fin me toca descargar el carro en la cinta… Esa es otra, porque llenas el carro, lo vacías sobre la cinta, vuelves a llenar el carro de nuevo, lo vacías dentro del coche, lo sacas todo y así hasta los armarios de casa ¡Qué Odisea por Dios! Pues eso, por fin me toca vaciar el contenido del carro sobre la cinta. A la persona de adelante siempre le falta algún código que indique el precio en un producto. También se me ha dado el caso de que a la cajera se le resiste alguna tarjeta, o simplemente, hay cambio de turno. En estos sitios te desesperas esperando. A todo esto, añado que es el carro el que te pasea a ti, porque como intentes llevarlo por dónde tú quieres lo llevas claro. Envidio esas situaciones tan rocambolescas, tan de película de Holywood que me fascinan. A mí nunca me ha pasado que al salir de un establecimiento suene una sirena anunciando que soy el cliente 5000 y me llevo la compra gratis, más un viaje a canarias con todos los gastos pagados. Esas cosas tan bonicas a mí nunca me pasan, si acaso, me suena el pito de la alarma porque ahora hacen unas etiquetas que me río yo. Las muy puñeteras se activan por mucho que te las desactiven. Entonces, tienes que poner cara de circunstancias: “yo no he cogido nada” “a mí que me registren”… Con alarma o sin ellas, las etiquetas son un castigo, ya no digo engorro o follón; aseguro que son una verdadera putada. Ahora deben ser largas, grandes, de plástico para que te pique el cuello o el costado y así te mueras de la rasquija. Al final optas por el tijeretazo y te llevas un trozo de suéter. Es tanta la mala leche acumulada, que te da igual romper la prenda, porque mira, esa parte si que la cosen bien fuerte.

Al inventor de ese sistema de seguridad tan nefasto, incomodo y doloroso, le hacía yo un traje a su medida, ajustado, por supuesto, empleando el mismo material de las irrompibles y tortuosas etiquetas.

Al señor (doy por hecho que es un hombre) lo envolvía con ellas desde el cuello hasta los tobillos, en ciertas partes bajas le hacía doble forro. ¡Menuda forma de jodernos la vida!

Siguiendo en el país de Nunca, Jamás, nunca, jamás, salí resuelta, contenta, de buenas a primeras, de una tienda dónde proliferasen las ventas de los móviles. Siempre hay algo que nos hace volver al mes siguiente. Sobre todo, por la metida, llámese robo, clujio, o estafa, de la primera factura, al cambiarte de compañía o de tarifa.

Casualmente, esta misma tarde estuve viendo unos teléfonos en una tienda de esas que trabajan con casi todas las operadoras. ¡Imbécil de mí! La hora de la comida es siempre la peor porque todos pensamos lo mismo y nos amontonamos. Al final lo de siempre: el dependiente tiene zumo de pepino en las venas y te desesperas. Yo creo que las marcas de telefonía forman a sus dependientes así, a posta. Los buscan tranquilos para que atiendan sin prisas y aburran al personal. Yo nunca acierto con estas cosas. Nunca me regalan nada, nunca pillo ofertas. Soy de esas personas que, si me siento en el pajar, me clavo la aguja. Nunca, nunca, me tocan los dependientes listos, nunca pillo a los espabilados. Por esa regla de tres, tampoco me tocan los tontos cuando los necesito. Contradictoriamente, si decido consultar un seguro, el listo siempre me toca. En menos de 10 minutos tengo la factura cobrada en el banco. Cuando te das cuenta de la jugada… de la jugada, no, de que te faltan perras en tu cuenta, entonces comienza el calvario: llamas y dices qué solo querías presupuesto. En ese momento, el listo que te atendió desaparece de escena y te pasan al tonto de turno al teléfono. Ah, disculpe, no pasa nada, le devolveremos integra la totalidad de su dinero, intenta apaciguarte el lumbreras. Faltaría más, encima parece que te están haciendo un favor. Vivo en el País de Nunca, jamás, porque nunca, Jamás, arreglé un documento sin echar antes una semana de visitas al Ayuntamiento. Vaya a la ventanilla que vaya, siempre me falta un papel. Cuando los tengo todos recopilados, el funcionario que lo tiene que firmar está ausente. He dicho el Ayuntamiento, pero en la seguridad social ocurre otro tanto de lo mismo .Qué decir en hacienda. Esa misma moda se ha extendido a los bancos. Hay una sola ventanilla, aunque cinco empleados desocupados, estén cabizbajos fingiendo trabajar sobre sus mesas. Aquí ya no se trata de listos o de tontos, se trata de gente con la cara muy dura. Yo creo que el que te atiendan de buenas a primeras es por cuestión de padrinos. Qué Dios se apiade de mí: los míos se murieron hace tiempo.

Lola Gutiérrez.

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