Os presentamos el relato de Lola Gutiérrez que nos ha inspirado en este primer lanzamiento de la revista. Ella nos envió este relato y de ahí la idea de «Mi primera Vez».
MI PRIMERA VEZ
Para todo hay una primera vez en la vida, todos recordamos con cariño a esa primera amiga, ese primer libro, la primera película, el primer beso, el primer abrazo, el primer cigarro; esas primeras cosas nunca se olvidan. La ilusión de calzarte los primeros tacones de aguja… ¿Cómo olvidar el primer vestido? La ropa es algo a tener muy en cuenta, sobre todo, para las mujeres que tenemos hermanas mayores. Recuerdo perfectamente ese primer vestido, la ilusión de estrenarlo, de elegirlo por mí misma. Al ser la pequeña, cargué muchos años con las ropas de las demás, resalto “demás,” porque, más allá de tener hermanas, también tengo primas. Cuando íbamos de compras, mis hermanas eran las que siempre elegían. Yo carecía de voz ni de voto, por eso nunca quería acompañarlas. Iba de tiendas a la fuerza, con mala cara. Se podía decir que me dedicaba a observar con el ceño fruncido su mal gusto imperando en el mío. Entonces no sabía lo que era un gerundio, pero si llevaba al dedillo los cuadros escoceses y las rayas.
—Esas ropas son horribles— me quejaba sin parar.
—Tú te callas— advertía mi madre.
—Pero si son feísimas— volvía a protestar.
— ¿Te quieres callar? — Esta última advertencia siempre iba acompañada de un pellizco por lo bajini.
— Eligen ellas, ¿entiendes? — recalcaba mi madre— No sé por qué te metes dónde no te llaman.
¿Cómo que me metía dónde no me llamaban? Pero es que nadie entendía que yo era la que heredaba, la que cargaba con su mal gusto, la que tenía que colocarse aquellas prendas tan feas. ¡Por el amor de Dios! Yo era pequeña pero no tonta. Mis gustos estaban bien definidos al igual que mi carácter. Me quejaba con razón. El paso del tiempo no haría más bonitos todos esos vestidos, esos pantalones o esos suéteres. Esa ropa era fea de narices, no era de mi agrado y al llegar a mí seguiría sin gustarme. Por eso nunca olvidaré mi primer vestido, ese precioso vestido estampado, de alegre colorido que elegí por primera vez. También recuerdo con mucho cariño la caída de mi primer diente. Recuerdo la mano de mi madre tirando de mí para subir con ella a la terraza. Como si de un ritual se tratara, mi madre y yo cerrábamos los ojos mientras decíamos juntas: dientecito, dientecito, que me salga más bonito. Todo eso ocurría al tiempo que lo lanzaba al aire. El tejado era de laguna (tierra), de miles e insignificantes piedrecitas tan infinitamente pequeñas, que si te arrepentías y querías recuperarlo te volvías loca buscándolo. Por aquel entonces el ratoncito Pérez no usaba GPS, ni Internet para consultar en el Google la dirección exacta de mi casa. El muy tontorrón siempre se perdía por el camino. Eso nos decía mi madre para conformarnos.
Recuerdo la ilusión que me hizo saborear mi primer refresco. Descubrir esa bebida anaranjada con burbujas me encantó. Por entonces yo tendría cinco años. Regresábamos de visitar a mi abuela. Mi hermana Ana me acompañaba o yo a ella, no sabría decirlo, las dos éramos unas crías; Ana apenas me saca seis años a mí. Ir a casa de los abuelos era una obligación, cualquiera de nosotros servía para hacerles los recados, además de compañía. Pues bien, de regreso a nuestra casa, mi hermana, tan responsable, miró a ambos lados y agarró mi mano, como de costumbre, para cruzar de una acera a la otra. Atravesábamos la calle del Carmen en un santiamén. De pasada, casi de casualidad, vi un cromo en mitad del asfalto.
Una vez que hubimos llegado a la acera, mi hermana soltó mi mano y yo aproveché para darme la vuelta. Quería ese cromo a toda costa. Al instante, un frenazo arremolinó a un montón de gente a mí alrededor. A mi no me importaban los coches; simplemente me agaché a recoger la estampa que había llamado mi atención al pasar. El vehículo paró forzosamente a tres milímetros de mí cuerpo. Recuerdo la cara de angustia del pobre conductor, su preocupación, el miedo de mi hermana, y eso que el coche ni siquiera me había rozado. Se oyó más de un suspiro cuando comprobaron que yo estaba bien; por suerte no había sufrido ni un solo rasguño. Más tranquilo, y para premiar su buena suerte, el hombre entró a la bodega para comprarme un refresco bien frío que puso entre mis manos. Nunca olvidaré esa primera Mirinda, su agradable sabor. Nunca olvidaré el establecimiento por dónde salió esa botella que me hizo tan feliz. “La bodega de Nicolás” ese primer cartel fue una de esas cosas que yo retuve en mi memoria cuando aprendí a leer. De camino a casa, compartía con mi hermana la bebida: chupón ella, doble chupón yo, que para eso me la habían dado a mí.
— Mañana venimos otra vez— solté, cuando apuré la bebida— Con suerte nos atropella otro coche a cualquiera de las dos y nos dan otra Mirinda.
Recuerdo la mirada asesina que me echó mi hermana. También recuerdo lo mucho que insistía en ocultar el incidente sobre el coche. La de veces que recalcó que mis padres no debían enterarse de nada. Claro está, yo tenía cinco años y me apetecía más contar que había probado una Mirinda que ocultarlo. Recuerdo muy bien que esa noche mi hermana se acostó caliente, La pobre tomó jarabe extra de suela de zapatilla.
Recuerdo una infancia modesta pero feliz, feliz a rabiar, en la que jugar en la calle y escuchar historias era nuestra mayor diversión. Cuentos domingueros sobre la cama de mis padres. Aquellas narraciones te llevaban al bosque más tenebroso o al palacio más bello que podías imaginar. Tardes de pesca en Cabo Tiñoso, cantos de aves combinados con ratos de silencio. A la fuerza, te fundes con la naturaleza; eres capaz de advertir el sedoso baile de una hoja antes de caer al suelo.
Hay tantas cosas hermosas que fueron por primera vez en mi vida, Mi primera vez… Cierro los ojos, y un delicioso aroma a Navidad me llena los pulmones. La primera navidad que recuerdo trae a mi memoria el dulce olor a los rollos, las tortas escardás y los mantecaos. Recuerdo la sonrisa de mi madre y el olor a Heno de Pravia que había sobre su trozo de almohada. Recuerdo los interminables te quiero de mi padre, mezclados con el olor a tabaco de su pipa.