UNA AUSENCIA PERSISTENTE
Se perdió entre las nubes, pero no por azar, sino por elección propia. Se dejó ir, se disolvió en la distancia, como si solo allí pudiera encontrar algo que aquí le faltaba. Tal vez lo necesitaba, tal vez huir era su única forma de respirar. Pero quienes le queríamos no podíamos darnos ese lujo. No podíamos permitirnos perderle, porque le necesitábamos. Y, aun así, se esfumó. Se fue después de que su alegría se apagara, después de que su luz, antes cálida, se desvaneciera sin dejar rastro.
Al menos yo le echaba de menos. Le pensaba cada día, en cada instante.

Sobre todo en los días grises. En esos en los que la lluvia resbalaba por el cristal y el mundo, más frío y vacío que nunca, me recordaba a su alma. A su ausencia. Miraba por la ventana y todo parecía envuelto en la misma niebla en la que él se había perdido.
Fue egoísta, sí. conmigo, con todos. Pero el mundo también lo era. Todos lo éramos, al final, atrapados en nuestra propia lucha, incapaces de sostenernos los unos a los otros. Y sin remedio, sin opción, aprendí a vivir sin él. Aprendí a seguir adelante, pero llevándole siempre en la memoria, como una ausencia que nunca termina de vaciarse del todo.

No era la primera vez que nos perdíamos, ¿sabéis? Nuestra historia estaba hecha de encuentros y extravíos, de caminos que se cruzaban y volvían a desviarse. Habíamos tropezado mil veces sin que eso significara el final. Pero cada desliz, cada grieta, dejaba su marca, desgastando poco a poco los colores de lo que fuimos. Nuestra conexión se volvía más tenue, más desdibujada… pero nunca completamente perdida.
Alina Judit